20 de diciembre de 2010

¿Y el monitoreo electrónico cuándo?


Sebastián Edwards, destacado economista y novelista de thrillers policiales lo ha planteado recientemente al diario que miente en términos categóricos: “A la brevedad”. Pero ya antes sistemas consistentes en brazaletes un otros dispositivos instalados de manera permanente en el cuerpo de los sujetos privados de libertad se han propuesto, en innumerables ocasiones, como alternativa a la prisión preventiva (esto es como medida cautelar para evitar sobre todo el peligro de fuga durante el transcurso de la investigación, pero también para resguardar la seguridad de las víctimas) o al cumplimiento de penas de cárcel.

La experiencia internacional ha demostrado muchas ventajas de su empleo. Tanto en Estados Unidos, desde la década de los ’80 como en Europa, en los ’90, han permitido descongestionar el sistema carcelario y abaratar costos: el precio de los dispositivos, de su implementación y el de las centrales de monitoreo es inferior al gasto en que se incurre en mantener, alimentar y vigilar (aún subhumanamente, como hemos podido apreciar en nuestras cárceles) a los presos. También evita que el Estado deba hacerse cargo, como hoy es inminente, de millonarias indemnizaciones por falta de servicio en casos en que internos mueren o resultan heridos dado el hacinamiento y las condiciones miserables en que se encuentran recluidos. Agreguemos a eso el valor de permitir a los imputados y condenados desempeñar actividades legítimas, fomentándose de esta manera la tan ansiada (por lo menos en el discurso políticamente correcto) resocialización.

La pregunta obvia entonces, es por qué no se ha hecho antes. Evidentemente una transformación de tal envergadura requiere modificaciones concretas de los textos legales vigentes: todas las penas y medidas cautelares son de derecho estricto y no pueden existir ni aplicarse otras diversas a las que la ley contempla expresamente. Parece razonable, de otra manera nos exponemos que algún colega imaginativo solicite que algún imputado sea amarrado a un árbol durante el curso de la investigación. Entonces, nos encontramos como es habitual, con una cuestión de voluntad política, que, como sabemos, en la cruda realidad siempre estará motivada por el paladar social en el momento concreto. Hasta hace no mucho tiempo, el tema carecía de toda prioridad en el contexto de una sociedad convencida de vivir en peligro clamando por el encarcelamiento de los delincuentes

Después del incendio en la cárcel de San Miguel, aparentemente nuestra sociedad se ha sensibilizado con la situación de los presos. Me parece entonces razonable fomentar un debate serio que se haga cargo de todos los argumentos, no sólo aquellos que favorecen la implementación de medidas como las que comento, sino también aquellos que se oponen a las mismas. Hasta nuestros días la discusión sobre los fines de la pena estatal no se encuentra zanjada y por lo mismo supongo que algunos defenderán, con mayor o menor altura de miras, visiones retribucioncitas (que ya Kant haciendo pie en la libertad esencial del ser humano, a quién no podemos usar como un medio para fines ajenos a su persona, identificaba de manera intelectualmente sólida en el castigo penal) y prevencionistas: ¿intimidará una pena cuyo cumplimiento consiste en llevar una vida normal con un collarcito? Cada uno tendrá sus respuestas y estaremos de acuerdo en que habrá que hacer distinciones en atención a la gravedad del delito y, sobre todo, considerar si estamos en presencia de un sujeto investigado, aún amparado por la presunción de inocencia, o de un condenado, de cuya culpabilidad no caben dudas.

En mi experiencia docente, cada vez que he tratado el tema en el aula, los estudiantes demuestran particular interés en el tema y bastante simpatía por estos dispositivos. Me gustaría que nuestra población se informara y tuviera opinión al respecto, que se efectuaran estudios de costos, efectos e incentivos en nuestro medio y en ese entorno una decisión definitiva se implementara legitimándose en un debate serio, propio de los jaguares que decimos ser.

Esa es la invitación que les dejo a todos.



Roberto

8 de diciembre de 2010

Incendio en la Base de Nuestra Sociedad



Entendemos por "Dignidad Humana" una cualidad de toda persona que la hace valiosa en sí misma, por el sólo hecho de ser tal, sin importar su edad, sexo, preferencias políticas (tampoco futbolísticas, aunque me duela reconocerlo) ni condición social. Y, evidentemente no depende de lo que hayamos hecho ni de lo que pretendamos hacer. Tras la Segunda Guerra Mundial, y el apogeo de los totalitarismos, llenarse la boca con esas palabras tan sonoras se transformó en una moda. La Constitución del ochenta fue instalada, al menos nominalmente, sobre ese pilar. Guzmán, Ortúzar, Evans y Cía. insistieron hasta el cansancio en ello, y la oposición de la época se aburrió de cuestionar el doble estándar.

Lo que pasó después es una historia triste y conocida, después de la cual asumir que las lecciones se habían aprendido parecía razonable. ¿Lo es? ¿Nuestro pueblo piensa hoy que la persona es valiosa en sí misma?

Hoy murieron más de ochenta personas que tras quebrantar el contrato social cumplían las reglas del juego: "el que la hace la paga". La medida del pago la determina el Estado quién se hace cargo también de controlarlo. ¿Podríamos vivir tranquilos si no fuera así? Confiamos en la institucionalidad que hemos creado, de la cual todos en mayor o menor medida somos responsables.

Pues bien, el Estado no cumplió su parte (digo el Estado, no sólo el Gobierno, porque el panorama penitenciario se ha mantenido casi invariable por mucho tiempo) y todos sabíamos que no lo estaba haciendo. Digo todos, porque muchos programas estelares de TV dieron cuenta más de una vez de las condiciones infrahumanas de las cárceles (y San Miguel no era precisamente la peor de todas) con altísimo rating. ¿Alguien planteó seriamente entonces que esa realidad, más que un problema de delincuentes, es un cuestionamiento severo a lo que afirmamos es el fundamento de todas nuestras normas? Sólo voces que se llevó el viento. Siempre nos preocupó la otra cara de la medalla: Que los delincuentes estuvieran en su lugar.

Ahora muchos se lamentan. Algunos son lo suficientemente consecuentes para no hacerlo. Pero nuestras autoridades nunca tuvieron el valor para levantar un discurso contra mayoritario que recordara que los presos son seres humanos y jugársela porque sus condiciones de vida fueran las escritas en las "reglas del juego": privación de libertad, nada más (ni menos) que eso.

El relato, por otra parte, se está distorsionando de manera grosera. ¡Que pena que hayan sido primerizos! Si hubiesen sido homicidas y violadores reincidentes, violadores institucionales de Derechos Humanos, para quienes hasta el momento no hemos inventado otra solución mejor que la cárcel, ¿es legitimo despreocuparse, y dejarlos morir miserablemente? Sé que, pese a que lo nieguen, la mayoría estaría conforme. Algunos incluso felices. Sabemos que la esperanza de vida tras las rejas es considerablemente menor en Chile, pero todo tiene un límite. De lo contrario no nos estamos tomando en serio la famosísima "Dignidad Humana" y la condicionamos proporcionalmente al comportamiento del sujeto.

El día que no aceptemos un tratamiento como el que terminó con la vida de 81 personas, sean delincuentes, ingenieros, curas, empresarios, magos, travestis o fiscales, creo que estaremos en condiciones de comenzar todo de nuevo.


Roberto.