“El año pasado cuarenta presos murieron en los penales de la región metropolitana. Por cuchillazos que les propinaron sus compañeros o enfermedades que en otros lugares no tienen un desenlace fatal, ello en medio del debate sobre las prisiones chilenas como lugares de rehabilitación” (Fuente: CONFRAPRECO)
¿Y quién dijo que los chilenos quieren que los presos se rehabiliten? Sin recurrir a ningún estudio científico, pido perdón por la osadía, sobre la base de la mera apreciación del “ruido ambiente” en nuestro país; me parece que el impacto que ha causado la abundante exposición de hechos delictuales en los medios de comunicación ha llevado a asumir a las personas que vivimos en una sociedad amenazada seriamente por criminales: el clamor popular exige que sean encarcelados: ¿para rehabilitarlos? ¡No pues! para sentirnos más tranquilos y para hacer “justicia”. En doctrina jurídica tales fines de las sanciones penales son conocidos como “prevención especial negativa” y “retribución”.
No creo que sean todos quienes se alegran cuando se enteran que en una cárcel fue asesinado un sujeto que, aparentemente fue capaz de dispararle a una mujer con una niña en los brazos, aparentemente digo, toda vez que la investigación de esos acontecimientos estaba en curso. No creo que sean todos, pese a que, además de los hechos que se le imputan y una condena anterior, era conocido como “El Indio Juan”[1]. Sin embargo me parece que es un porcentaje demasiado significativo de nuestra opinión pública como para menospreciarlo.
Entonces una cuestión que me parece vital dirimir es si existe o no incompatibilidad entre un estado social y democrático de derecho, que supone preocupación por los derechos humanos de TODOS, sin considerar más valiosa la vida de la bebé más linda, rubia, ingenua, inocente y tierna que podamos imaginar, que la del mentado “Indio Juan”, y el modelo social que en realidad los chilenos parecen buscar, separando a quienes merecen la preocupación estatal de aquellos que no, para efectos de aplicar un trato diferenciado en las cuestiones más esenciales.
A mi juicio sí existe tal incompatibilidad: considerar que los presos por ser malos, feos y hediondos merecen ser privados, además de la libertad, (que, dicho sea de paso, es lo único que debería ser afectado según las leyes que configuran las “reglas del juego” en que todos, perversos y santos, nos pusimos de acuerdo al fundar nuestra sociedad) de las condiciones sanitarias y de seguridad más elementales, es asumir que una vez que se delinque la calidad de ser humano se pierde. Podrá parecer más o menos descabellado, podrá justificarse de una manera más o menos razonable, pero en el fondo es eso.
Estoy dispuesto a vivir en Chile aceptando la imposición del ciudadano medio decente que hoy insiste en renegar de lo que, para los académicos del derecho, es el gran logro del siglo XX: el respeto de los Derechos Humanos a todo evento. Estoy dispuesto siempre y cuando al menos alguno de ese lado de la trinchera reconozca y acepte las consecuencias del modelo represivo que se plantea. Reconozca que asume que el Indio Juan y los cientos de muertos en recintos penitenciarios chilenos están bien muertos y no me salga con el cinismo de que interesa la rehabilitación de los muchachos de “canadá”. Estoy dispuesto, porque a diferencia de la experiencia archiconocida de abusos en dictadura, esta vez, el respaldo a la política de tolerancia cero y de absoluto y total desinterés por las condiciones de los presos es mayoritario, y las mayorías gobiernan. Postular que la lógica de las declaraciones y catálogos de derechos fundamentales es precisamente proteger a las minorías de los abusos de las mayorías me parece un discurso acertado, pero propio de otras culturas.
Entre mar y cordillera, con nuestra tradición de gusto por el autoritarismo, de golpear la mesa en que están servidas las empanadas y el vino tinto, a quién no le guste la voz de las masas, como dice el chiste, se viste y se va.
Roberto.
¿Y quién dijo que los chilenos quieren que los presos se rehabiliten? Sin recurrir a ningún estudio científico, pido perdón por la osadía, sobre la base de la mera apreciación del “ruido ambiente” en nuestro país; me parece que el impacto que ha causado la abundante exposición de hechos delictuales en los medios de comunicación ha llevado a asumir a las personas que vivimos en una sociedad amenazada seriamente por criminales: el clamor popular exige que sean encarcelados: ¿para rehabilitarlos? ¡No pues! para sentirnos más tranquilos y para hacer “justicia”. En doctrina jurídica tales fines de las sanciones penales son conocidos como “prevención especial negativa” y “retribución”.
No creo que sean todos quienes se alegran cuando se enteran que en una cárcel fue asesinado un sujeto que, aparentemente fue capaz de dispararle a una mujer con una niña en los brazos, aparentemente digo, toda vez que la investigación de esos acontecimientos estaba en curso. No creo que sean todos, pese a que, además de los hechos que se le imputan y una condena anterior, era conocido como “El Indio Juan”[1]. Sin embargo me parece que es un porcentaje demasiado significativo de nuestra opinión pública como para menospreciarlo.
Entonces una cuestión que me parece vital dirimir es si existe o no incompatibilidad entre un estado social y democrático de derecho, que supone preocupación por los derechos humanos de TODOS, sin considerar más valiosa la vida de la bebé más linda, rubia, ingenua, inocente y tierna que podamos imaginar, que la del mentado “Indio Juan”, y el modelo social que en realidad los chilenos parecen buscar, separando a quienes merecen la preocupación estatal de aquellos que no, para efectos de aplicar un trato diferenciado en las cuestiones más esenciales.
A mi juicio sí existe tal incompatibilidad: considerar que los presos por ser malos, feos y hediondos merecen ser privados, además de la libertad, (que, dicho sea de paso, es lo único que debería ser afectado según las leyes que configuran las “reglas del juego” en que todos, perversos y santos, nos pusimos de acuerdo al fundar nuestra sociedad) de las condiciones sanitarias y de seguridad más elementales, es asumir que una vez que se delinque la calidad de ser humano se pierde. Podrá parecer más o menos descabellado, podrá justificarse de una manera más o menos razonable, pero en el fondo es eso.
Estoy dispuesto a vivir en Chile aceptando la imposición del ciudadano medio decente que hoy insiste en renegar de lo que, para los académicos del derecho, es el gran logro del siglo XX: el respeto de los Derechos Humanos a todo evento. Estoy dispuesto siempre y cuando al menos alguno de ese lado de la trinchera reconozca y acepte las consecuencias del modelo represivo que se plantea. Reconozca que asume que el Indio Juan y los cientos de muertos en recintos penitenciarios chilenos están bien muertos y no me salga con el cinismo de que interesa la rehabilitación de los muchachos de “canadá”. Estoy dispuesto, porque a diferencia de la experiencia archiconocida de abusos en dictadura, esta vez, el respaldo a la política de tolerancia cero y de absoluto y total desinterés por las condiciones de los presos es mayoritario, y las mayorías gobiernan. Postular que la lógica de las declaraciones y catálogos de derechos fundamentales es precisamente proteger a las minorías de los abusos de las mayorías me parece un discurso acertado, pero propio de otras culturas.
Entre mar y cordillera, con nuestra tradición de gusto por el autoritarismo, de golpear la mesa en que están servidas las empanadas y el vino tinto, a quién no le guste la voz de las masas, como dice el chiste, se viste y se va.
Roberto.
[1] Recuerdo el terror que el sólo nombre de “Joe el Indio” le causaba a Tom Sawyer. Tomemos un nombre de pila cualquiera y generemos la aterradora combinación agregando “el” (“la”) indio (a): el resultado verdaderamente intimida.