En una sección humorística de Sábados Gigantes, un indio
cambiaba de nombre a todo aquel que lo requiriera. Su única exigencia era
“primero ponerte, después cambiar”. Como humorada funcionaba (en su momento),
pero ya el programa terminó, el indio debe estar retirado y, fuera del humor
fácil, el panorama es distinto. Para
empezar, las medidas que buscan efectos eminentemente simbólicos parecen casi
siempre tramposas. En esa categoría caben, por ejemplo, los cambios de nombres
de calles, avenidas, plazas, sociedades, organizaciones, equipos de fútbol,
instituciones y partidos políticos.
Tramposas, en la mayoría de los casos, porque pretenden
mostrar una nueva identidad, en circunstancias que el cambio de fondo, o no
existe o está vetado o es menor. No
existe, por ejemplo, cuando alguien busca un nombre que lo desvincule de una
identidad o clase social de la que reniega. ¿Cuántos apellidos mapuches o
hebreos, o simplemente comunes, han sido sustituidos por tal razón? Trampa. Cuando está vetado, cual equipo de fútbol con
millonaria deuda que, para no hacerse cargo de la misma, cambia su razón
social; en circunstancias que sus directivos, técnicos, afición y ubicación
siguen siendo los mismos. Trampa.
También cuando el cambio es menor, como en el caso de
partidos o bloques, que no pretenden ser algo distinto sino parecer distintos.
Frescos, renovados y –sobre todo- libres de malas prácticas o malos personajes
que se han transformado en lastres. ¿Saben por qué –sobre todo en este caso- es
trampa? Porque es evidente que no quedarán atrás ni malas prácticas ni los
malos personajes.
Las organizaciones políticas de verdad, con sentido e
ideología claros, luchan por su prestigio, por rescatar su tradición que algún
valor debe tener si es que alguna vez tuvieron razones genuinas para formarse o
asociarse; no renuncian a ella simplemente por lograr algunos votos más. No pretendo insinuar que los partidos
norteamericanos son un modelo a seguir, pero ¿se imaginan a los republicanos
cambiándose el nombre tras Watergate y la participación que en dicho escándalo
le cupo ni más ni menos que a Richard Nixon? ¿Conciben a los demócratas
cambiándose el nombre, después del escándalo sexual de Bill Clinton? No, para
nada.
En Chile los Radicales siguen siendo los Radicales luchando
por no extinguirse porque valoran su tradición. Aunque su apariencia sea vieja y
pasada de moda. Tres gobiernos que contribuyeron demasiado a mejorar el país
merecen respeto y proyección; no solo un tenue recuerdo.
Es cierto que muchas veces existen fusiones y separaciones
que en el contexto de la dinámica histórica, hacen que los cambios de nombre
sean, a su vez, una forma de no mentir, de trasparentar los cambios que hay
detrás. Los Comunistas han soportado estoicamente la connotación peyorativa con
que se emplea el nombre de su partido, porque no sería honesto cambiarlo,
mientras sigan siendo comunistas; sin embargo su incorporación al conglomerado
de gobierno, esta Nueva Mayoría que sigue siendo aquello a lo que se llamó
Concertación de Partidos por la Democracia, acarreó tal publicitario cambio de
denominación. Qué pena que no tuviesen la suficiente seguridad y consecuencia
como para conservar aquel nombre tan lleno de sentido, que tan significativo
fue para muchos en su oportunidad. No, en vez de hacer la limpieza que
correspondía, prefirieron cambiar el nombre.
La UDI hoy pretende renovarse sin autocrítica por los
delitos que han cometido sus dirigentes, sin actualización de ideas centrales.
Sólo para verse más joven y renovada. ¿Tendremos que creer que, con otro nombre,
quedarán atrás las malas prácticas? ¿No es acaso una traición también a
aquellos militantes de derecha conservadora que defienden con más fuerza que
nunca sus ideas?
Si llegar al poder lo justifica todo, aunque sea disfrazado,
aunque sea cambiándose el nombre, mejor bajemos la cortina.
Roberto