Escribo estas líneas desde mi
casa, estoy enfermo y no he ido a trabajar; ni siquiera he salido a la calle,
por lo que no he podido presenciar evasiones en el Metro de Santiago (que uso
permanentemente), ni marchas multitudinarias, ni saqueos, ni heridos, ni
represión ni vandalismo. Únicamente caceroleos (de los cuales, por cierto, he
participado) Sobre lo que ha ocurrido me he informado intensivamente por
televisión, redes sociales, medios digitales y diarios.
No puedo sino concluir que Chile
ha experimentado una coyuntura inédita, pero previsible. Muchos intelectuales
de izquierda habían advertido que el riesgo del éxito económico de un segmento
de la población de una sociedad neoliberal, era que la parte de dicha sociedad que
no lo alcanzara (en nuestro país, la mayoría) se revelara con furia. Y los
antecedentes estaban: los indignados en España, los “Chaquetas amarillas” en Francia,
etc. Agreguemos la poca sutileza de ciertas autoridades que echaron bencina al
fuego con declaraciones nada empáticas y la visibilización de mucha suciedad en
las instituciones públicas y privadas.
De cara a lo anterior, la
autoridad un gobierno neoliberal elegido democráticamente, decidió recurrir a
un estado de excepción constitucional –el de emergencia- que le permitió el
empleo de las Fuerzas Armadas para controlar la situación. La estrategia de
represión no resultó del todo y generó diversas denuncias por antentados contra
los Derechos Humanos, por los muertos y heridos (dentro de los cuales vale la
pena destacar una cantidad inusual de lesiones oculares de carácter grave causadas
por munición “menos letal” empleada por los uniformados) Reaccionando a las
críticas, Sebastián Piñera decidió terminar dicho régimen excepcional, cambiar
un par de rostros de su gabinete y anunciar un paquete de medidas de un costo
de US $1200 MM, celebrado por su sector y varios economistas y considerado
insuficiente por la difusa organización de los movimientos que insisten día a
día en convocar marchas, ya no solo en Santiago sino en todo el país.
Hoy la movilización continúa, los
saqueos parecen quedar atrás, pero mientras son muchos quienes se expresan de
manera pacífica, otro grupo menor, pero significativo (al cual se le ha
etiquetado como “lumpen”, “vándalos”, “delincuentes”, etc.) ha causado daños
materiales enormes a la propiedad pública y a la privada (de pudientes y no
pudientes). El discurso predominante frente a dicho panorama es condenar el uso
de la violencia, también los atropellos a los Derechos Humanos y entender que
las demandas sociales son legítimas. Solo en eso, en lo obvio, existe cierto
consenso.
En cuanto a las violaciones de
Derechos Humanos, al parecer tenemos respuesta institucional, pues se ha
permitido el trabajo de organizaciones preocupadas del tema, que han enviado
observadores internacionales y nuestro sistema de persecución penal (con jueces, fiscales y defensores muy
preocupados del tema), parece estar aclarando los casos y tomando las
decisiones pertinentes.
Algo distinto ocurre con los
daños y la destrucción: no tenemos claro el verdadero perfil de quienes los
causan. Ni su número ni su organización. Solo especulaciones. Parece bastante
razonable pensar que en la medida que generan un rechazo bastante transversal
en un país conservador como el nuestro, y no contribuyen eficazmente a lograr
las demandas sociales que están en la base del movimiento, solo quienes
pretenden como fin principal desmontar el sistema y botar a las autoridades
elegidas democráticamente, podrían respaldarlos.
Las demandas sociales a que el movimiento
multitudinario de la calle ha hecho referencia son principalmente: terminar con los
abusos del sistema de pensiones y el sistema de salud, transformándolos en
sistemas solidarios; convertir una educación pública de mala calidad enquistada
en el marco de un sistema tremendamente desigual, en un sistema inclusivo y de
calidad; revertir la privatización de servicios básicos, que ha acarreado elevados precios y mal servicio. La calle exige, además, enfrentar decididamente
la corrupción, los delitos de la clase política y fraudes de cifras escalofriantes
en instituciones como Carabineros y el Ejército, los sistemas bursátiles (Cascadas
y otros). No olvidemos que escándalos millonarios de ese tipo no son novedad,
antes fue el MOP, Codelco, Chispas etc. Agreguemos además el malestar que han
causado políticas de injustificado beneficio tributario, por montos millonarios,
a grandes empresas: El Estado chileno mostró, en diciembre de 2001 manga ancha
al perdonar la friolera de 264.000 millones de pesos a los grandes grupos
empresariales del país (Matte, Angelini, Piñera, Claro etc.) por deudas
tributarias generadas entre 1984 y 1998. Luego, en uno de los casos más
bullados, pero no el más oneroso para las arcas fiscales, le condonaría una
deuda de similar naturaleza de 59.000 millones a Johnson's. A lo anterior
agreguemos el punto de partida: el elevado precio y mal servicio del transporte
público. Un alza de $30 pesos en el
boleto de metro fue el detonante. Luego y simbólicamente el discurso se tradujo
en un lema: “No son treinta pesos, son treinta años”. En suma, un ruido fuerte,
destemplado y algo confuso de reclamos sociales que ha llevado a los políticos a
hacer un mea culpa y a proponer soluciones. Desde el gobierno, la agenda
social. Desde la oposición con aparente respaldo del movimiento social, la más
polémica de todas: generar una nueva Constitución.
¿Es necesaria una nueva Constitución?
Evidentemente, dependerá de la
posición política del observador, si usted está conforme con el sistema y con
nuestras autoridades, su respuesta será no. Tal vez nuestro principal problema como
sociedad es que NO ESTAMOS DE ACUERDO y nuestras instituciones políticas y
jurídicas para resolver las discrepancias han caído en desgracia, sin que
tengamos las herramientas para remplazarlas por otras de mejor pronóstico.
Si usted realmente quiere que se realicen transformaciones
importantes para lograr la mejoría de la calidad de vida de quienes no han
accedido a los beneficios del crecimiento en Chile, una nueva Carta Fundamental
debería parecerle un punto de partida realista y sólido para cambios a corto, mediano
y largo plazo. No porque en ella se detallen las medidas que lo permitan, ni un
programa, ni carta Gantt alguna, sino porque la actual Constitución Política establece
la institucionalidad vigente y, con ella, las posibilidades de transformación son
mínimas.
Mínimas, por la consagración de
un sistema de derechos fundamentales fundado en el predominio del derecho de
propiedad privada y el rol subsidiario del estado, que relativiza derechos sociales
como salud, educación y trabajo. También el acceso razonable de las personas a
bienes universalmente considerados públicos, como el agua.
Mínimas, porque el trabajo
legislativo está obstaculizado por exigencias desmesuradas de quórum para leyes
sobre aquellas materias cuya modificación es urgente. Un sistema que es
bastante extraño en derecho comparado, que distingue leyes orgánicas
constitucionales, otras de quórum calificado y otras leyes simples. Solo en
éstas últimas una mayoría simple tiene posibilidades ciertas de hacer
transformaciones. Pero son las materias menos importantes, las triviales. Y
esto es intencionado, la voluntad del constituyente fue expresamente apostar por
la permanencia e inalterabilidad del sistema.
Mínimas, porque la Constitución de
1980 estableció un gigante autónomo y de tremendo poder, como Tribunal
Constitucional, que controla la constitucionalidad de buena parte de las leyes antes de su
publicación, una función contramayoritaria, también establecida en pos de la
estabilidad. Lo anterior, además de la facultad de revisar la aplicación
concreta de las leyes después que han entrado
en vigencia (rol que muchos consideran razonable situar dentro de la
competencia de los Tribunales Superiores de la Justicia Ordinaria)
No olvidemos que además, a buena
parte de nuestro país le desagrada estar sometido a un texto fundamental que se
generó y aprobó en dictadura, por los ideólogos de la misma y que con el tiempo
ha sido sujeta a modificaciones cosméticas y acomodaticias.
¿Cómo hacerlo? ¿Lo hacemos ahora
en medio de la crisis? Preguntas de difícil respuesta. Patricio Zapata,
especialista democratacristiano de bastante prestigio afirma “siempre ha estado la necesidad de cambiar
la Constitución, esto no es artificial. De lo que no estoy seguro es que seamos
capaces de tener la suma de generosidad, talento y rigor que supone una tarea
de esta envergadura”. Enrique Navarro
Beltrán, no menos prestigioso académico, es bastante más escéptico y
defendiendo la idea de que las transformaciones pueden efectuarse dentro del
texto de la actual constitución sin necesidad de una nueva, señala: “Un proceso constitucional es algo serio
para ser discutido de manera frívola y ligera. Exige en primer lugar una
ciudadanía que conozca la de verdad lo que establece la Carta Fundamental y su
exacto alcance”. En el otro extremo tenemos al profesor Jaime Atria, tal
vez quien más ha defendido la urgencia de una nueva Carta Magna y quién ve
además en el proceso beneficios secundarios para el sector político que
promueve los cambios sociales: “Yo creo
que la necesidad de una nueva constitución a través de una asamblea
constituyente es probablemente el tema que más claramente puede unir a la
oposición”.
A mi juicio, una Constitución es
necesaria y conveniente. Puede facilitar una respuesta adecuada a las
movilizaciones sociales que nos han estremecido. Pero debe generarse con calma
y buena letra. Lo que no significa evadir el desafío, sino simplemente
abordarlo con altura de miras y sin menospreciar a quienes no estén de acuerdo,
en parte, en algo o en todo.
Es hora de aprender de los
errores del pasado y construir un futuro común sin violencia, pero trabajando
con urgencia.
O acostumbrarnos al ruido
ambiente y a presenciar como la hoguera arde hasta que empecemos a quemarnos
todos y cada uno de nosotros.
Roberto Rabi