16 de febrero de 2016

¿Cómo me dijo que se llamaba?


En una sección humorística de Sábados Gigantes, un indio cambiaba de nombre a todo aquel que lo requiriera. Su única exigencia era “primero ponerte, después cambiar”. Como humorada funcionaba (en su momento), pero ya el programa terminó, el indio debe estar retirado y, fuera del humor fácil, el panorama es distinto.  Para empezar, las medidas que buscan efectos eminentemente simbólicos parecen casi siempre tramposas. En esa categoría caben, por ejemplo, los cambios de nombres de calles, avenidas, plazas, sociedades, organizaciones, equipos de fútbol, instituciones y partidos políticos.
Tramposas, en la mayoría de los casos, porque pretenden mostrar una nueva identidad, en circunstancias que el cambio de fondo, o no existe  o está vetado o es menor. No existe, por ejemplo, cuando alguien busca un nombre que lo desvincule de una identidad o clase social de la que reniega. ¿Cuántos apellidos mapuches o hebreos, o simplemente comunes, han sido sustituidos por tal razón? Trampa.  Cuando está vetado, cual equipo de fútbol con millonaria deuda que, para no hacerse cargo de la misma, cambia su razón social; en circunstancias que sus directivos, técnicos, afición y ubicación siguen siendo los mismos. Trampa.
También cuando el cambio es menor, como en el caso de partidos o bloques, que no pretenden ser algo distinto sino parecer distintos. Frescos, renovados y –sobre todo- libres de malas prácticas o malos personajes que se han transformado en lastres. ¿Saben por qué –sobre todo en este caso- es trampa? Porque es evidente que no quedarán atrás ni malas prácticas ni los malos personajes.
Las organizaciones políticas de verdad, con sentido e ideología claros, luchan por su prestigio, por rescatar su tradición que algún valor debe tener si es que alguna vez tuvieron razones genuinas para formarse o asociarse; no renuncian a ella simplemente por lograr algunos votos más.  No pretendo insinuar que los partidos norteamericanos son un modelo a seguir, pero ¿se imaginan a los republicanos cambiándose el nombre tras Watergate y la participación que en dicho escándalo le cupo ni más ni menos que a Richard Nixon? ¿Conciben a los demócratas cambiándose el nombre, después del escándalo sexual de Bill Clinton? No, para nada.
En Chile los Radicales siguen siendo los Radicales luchando por no extinguirse porque valoran su tradición. Aunque su apariencia sea vieja y pasada de moda. Tres gobiernos que contribuyeron demasiado a mejorar el país merecen respeto y proyección; no solo un tenue recuerdo.
Es cierto que muchas veces existen fusiones y separaciones que en el contexto de la dinámica histórica, hacen que los cambios de nombre sean, a su vez, una forma de no mentir, de trasparentar los cambios que hay detrás. Los Comunistas han soportado estoicamente la connotación peyorativa con que se emplea el nombre de su partido, porque no sería honesto cambiarlo, mientras sigan siendo comunistas; sin embargo su incorporación al conglomerado de gobierno, esta Nueva Mayoría que sigue siendo aquello a lo que se llamó Concertación de Partidos por la Democracia, acarreó tal publicitario cambio de denominación. Qué pena que no tuviesen la suficiente seguridad y consecuencia como para conservar aquel nombre tan lleno de sentido, que tan significativo fue para muchos en su oportunidad. No, en vez de hacer la limpieza que correspondía, prefirieron cambiar el nombre.
La UDI hoy pretende renovarse sin autocrítica por los delitos que han cometido sus dirigentes, sin actualización de ideas centrales. Sólo para verse más joven y renovada. ¿Tendremos que creer que, con otro nombre, quedarán atrás las malas prácticas? ¿No es acaso una traición también a aquellos militantes de derecha conservadora que defienden con más fuerza que nunca sus ideas?
Si llegar al poder lo justifica todo, aunque sea disfrazado, aunque sea cambiándose el nombre, mejor bajemos la cortina.


 Roberto

No hay comentarios.: