5 de noviembre de 2019

Sobre el "Estallido Social"



Escribo estas líneas desde mi casa, estoy enfermo y no he ido a trabajar; ni siquiera he salido a la calle, por lo que no he podido presenciar evasiones en el Metro de Santiago (que uso permanentemente), ni marchas multitudinarias, ni saqueos, ni heridos, ni represión ni vandalismo. Únicamente caceroleos (de los cuales, por cierto, he participado) Sobre lo que ha ocurrido me he informado intensivamente por televisión, redes sociales, medios digitales y diarios.

No puedo sino concluir que Chile ha experimentado una coyuntura inédita, pero previsible. Muchos intelectuales de izquierda habían advertido que el riesgo del éxito económico de un segmento de la población de una sociedad neoliberal, era que la parte de dicha sociedad que no lo alcanzara (en nuestro país, la mayoría) se revelara con furia. Y los antecedentes estaban: los indignados en España, los “Chaquetas amarillas” en Francia, etc. Agreguemos la poca sutileza de ciertas autoridades que echaron bencina al fuego con declaraciones nada empáticas y la visibilización de mucha suciedad en las instituciones públicas y privadas.

De cara a lo anterior, la autoridad un gobierno neoliberal elegido democráticamente, decidió recurrir a un estado de excepción constitucional –el de emergencia- que le permitió el empleo de las Fuerzas Armadas para controlar la situación. La estrategia de represión no resultó del todo y generó diversas denuncias por antentados contra los Derechos Humanos, por los muertos y heridos (dentro de los cuales vale la pena destacar una cantidad inusual de lesiones oculares de carácter grave causadas por munición “menos letal” empleada por los uniformados) Reaccionando a las críticas, Sebastián Piñera decidió terminar dicho régimen excepcional, cambiar un par de rostros de su gabinete y anunciar un paquete de medidas de un costo de US $1200 MM, celebrado por su sector y varios economistas y considerado insuficiente por la difusa organización de los movimientos que insisten día a día en convocar marchas, ya no solo en Santiago sino en todo el país.





Hoy la movilización continúa, los saqueos parecen quedar atrás, pero mientras son muchos quienes se expresan de manera pacífica, otro grupo menor, pero significativo (al cual se le ha etiquetado como “lumpen”, “vándalos”, “delincuentes”, etc.) ha causado daños materiales enormes a la propiedad pública y a la privada (de pudientes y no pudientes). El discurso predominante frente a dicho panorama es condenar el uso de la violencia, también los atropellos a los Derechos Humanos y entender que las demandas sociales son legítimas. Solo en eso, en lo obvio, existe cierto consenso.

En cuanto a las violaciones de Derechos Humanos, al parecer tenemos respuesta institucional, pues se ha permitido el trabajo de organizaciones preocupadas del tema, que han enviado observadores internacionales y nuestro sistema de persecución penal  (con jueces, fiscales y defensores muy preocupados del tema), parece estar aclarando los casos y tomando las decisiones pertinentes.

Algo distinto ocurre con los daños y la destrucción: no tenemos claro el verdadero perfil de quienes los causan. Ni su número ni su organización. Solo especulaciones. Parece bastante razonable pensar que en la medida que generan un rechazo bastante transversal en un país conservador como el nuestro, y no contribuyen eficazmente a lograr las demandas sociales que están en la base del movimiento, solo quienes pretenden como fin principal desmontar el sistema y botar a las autoridades elegidas democráticamente, podrían respaldarlos.

Las demandas sociales a que el movimiento multitudinario de la calle ha hecho referencia son principalmente: terminar con los abusos del sistema de pensiones y el sistema de salud, transformándolos en sistemas solidarios; convertir una educación pública de mala calidad enquistada en el marco de un sistema tremendamente desigual, en un sistema inclusivo y de calidad; revertir la privatización de servicios básicos, que ha acarreado elevados precios y mal servicio. La calle exige, además, enfrentar decididamente la corrupción, los delitos de la clase política y fraudes de cifras escalofriantes en instituciones como Carabineros y el Ejército, los sistemas bursátiles (Cascadas y otros). No olvidemos que escándalos millonarios de ese tipo no son novedad, antes fue el MOP, Codelco, Chispas etc. Agreguemos además el malestar que han causado políticas de injustificado beneficio tributario, por montos millonarios, a grandes empresas: El Estado chileno mostró, en diciembre de 2001 manga ancha al perdonar la friolera de 264.000 millones de pesos a los grandes grupos empresariales del país (Matte, Angelini, Piñera, Claro etc.) por deudas tributarias generadas entre 1984 y 1998. Luego, en uno de los casos más bullados, pero no el más oneroso para las arcas fiscales, le condonaría una deuda de similar naturaleza de 59.000 millones a Johnson's. A lo anterior agreguemos el punto de partida: el elevado precio y mal servicio del transporte público.  Un alza de $30 pesos en el boleto de metro fue el detonante. Luego y simbólicamente el discurso se tradujo en un lema: “No son treinta pesos, son treinta años”. En suma, un ruido fuerte, destemplado y algo confuso de reclamos sociales que ha llevado a los políticos a hacer un mea culpa y a proponer soluciones. Desde el gobierno, la agenda social. Desde la oposición con aparente respaldo del movimiento social, la más polémica de todas: generar una nueva Constitución.



¿Es necesaria una nueva Constitución?


Evidentemente, dependerá de la posición política del observador, si usted está conforme con el sistema y con nuestras autoridades, su respuesta será no. Tal vez nuestro principal problema como sociedad es que NO ESTAMOS DE ACUERDO y nuestras instituciones políticas y jurídicas para resolver las discrepancias han caído en desgracia, sin que tengamos las herramientas para remplazarlas por otras de mejor pronóstico.

 Si usted realmente quiere que se realicen transformaciones importantes para lograr la mejoría de la calidad de vida de quienes no han accedido a los beneficios del crecimiento en Chile, una nueva Carta Fundamental debería parecerle un punto de partida realista y sólido para cambios a corto, mediano y largo plazo. No porque en ella se detallen las medidas que lo permitan, ni un programa, ni carta Gantt alguna, sino porque la actual Constitución Política establece la institucionalidad vigente y, con ella, las posibilidades de transformación son mínimas.

Mínimas, por la consagración de un sistema de derechos fundamentales fundado en el predominio del derecho de propiedad privada y el rol subsidiario del estado, que relativiza derechos sociales como salud, educación y trabajo. También el acceso razonable de las personas a bienes universalmente considerados públicos, como el agua.

Mínimas, porque el trabajo legislativo está obstaculizado por exigencias desmesuradas de quórum para leyes sobre aquellas materias cuya modificación es urgente. Un sistema que es bastante extraño en derecho comparado, que distingue leyes orgánicas constitucionales, otras de quórum calificado y otras leyes simples. Solo en éstas últimas una mayoría simple tiene posibilidades ciertas de hacer transformaciones. Pero son las materias menos importantes, las triviales. Y esto es intencionado, la voluntad del constituyente fue expresamente apostar por la permanencia e inalterabilidad del sistema.

Mínimas, porque la Constitución de 1980 estableció un gigante autónomo y de tremendo poder, como Tribunal Constitucional, que controla la constitucionalidad de  buena parte de las leyes antes de su publicación, una función contramayoritaria, también establecida en pos de la estabilidad. Lo anterior, además de la facultad de revisar la aplicación concreta de las leyes después que han entrado en vigencia (rol que muchos consideran razonable situar dentro de la competencia de los Tribunales Superiores de la Justicia Ordinaria)

No olvidemos que además, a buena parte de nuestro país le desagrada estar sometido a un texto fundamental que se generó y aprobó en dictadura, por los ideólogos de la misma y que con el tiempo ha sido sujeta a modificaciones cosméticas y acomodaticias.

¿Cómo hacerlo? ¿Lo hacemos ahora en medio de la crisis? Preguntas de difícil respuesta. Patricio Zapata, especialista democratacristiano de bastante prestigio afirma “siempre ha estado la necesidad de cambiar la Constitución, esto no es artificial. De lo que no estoy seguro es que seamos capaces de tener la suma de generosidad, talento y rigor que supone una tarea de esta envergadura”.  Enrique Navarro Beltrán, no menos prestigioso académico, es bastante más escéptico y defendiendo la idea de que las transformaciones pueden efectuarse dentro del texto de la actual constitución sin necesidad de una nueva, señala: “Un proceso constitucional es algo serio para ser discutido de manera frívola y ligera. Exige en primer lugar una ciudadanía que conozca la de verdad lo que establece la Carta Fundamental y su exacto alcance”. En el otro extremo tenemos al profesor Jaime Atria, tal vez quien más ha defendido la urgencia de una nueva Carta Magna y quién ve además en el proceso beneficios secundarios para el sector político que promueve los cambios sociales: “Yo creo que la necesidad de una nueva constitución a través de una asamblea constituyente es probablemente el tema que más claramente puede unir a la oposición”.

A mi juicio, una Constitución es necesaria y conveniente. Puede facilitar una respuesta adecuada a las movilizaciones sociales que nos han estremecido. Pero debe generarse con calma y buena letra. Lo que no significa evadir el desafío, sino simplemente abordarlo con altura de miras y sin menospreciar a quienes no estén de acuerdo, en parte, en algo o en todo.

Es hora de aprender de los errores del pasado y construir un futuro común sin violencia, pero trabajando con urgencia.

O acostumbrarnos al ruido ambiente y a presenciar como la hoguera arde hasta que empecemos a quemarnos todos y cada uno de nosotros.

Roberto Rabi

29 de enero de 2019

Don Heraldo y las caricaturas


Don Heraldo Muñoz es un político avezado, nadie podría desmentirlo. Por algo algunos pretenden levantar su candidatura para que en definitiva asuma la primera magistratura de nuestro país. Su reciente actuación,  consistente en difundir por redes sociales una caricatura de Cecilia Pérez, vocera del gobierno actual, de distinto color político, le ha traído muchas críticas. A nosotros nos permite una reflexión desde la neutralidad.

1. En primer lugar, desde una perspectiva artística, el chiste, que quedó en segundo plano, parece poco original, se trata una fórmula demasiado manoseada. Pero la caricatura en sí no es especialmente vejatoria y revela cierto talento desde la óptica de las artes plásticas.

2. Lo central es, sin duda, que la caricatura política es un subgénero que ha dado que hablar, y con bastante razón se ha dicho (y resuelto) que quienes se instalan en sitios de poder en materia de decisiones públicas están sujetos a un tratamiento distinto que el común de los mortales. Así lo ha resuelto, por ejemplo la Corte Suprema de los Estados Unidos,  que consagró dicho estándar en New York Times, ver Time, Inc. v. Hill, 385 U.S. 374, 390 (1967), de manera de brindar “
un adecuado "espacio para respirar" a las libertades protegidas por la Primera Enmienda"; criterio reiterado, por ejemplo, en Hustler Magazine ver Falwell, 485 U.S. 46 (1988) 485 U.S. 46. En nuestro sistema la discusión no ha tenido dicha profundidad, pero los principios que lo inspiran en esta parte son más o menos los mismos. En suma,  es admisible la creación y difusión de caricaturas como la que hoy nos convoca u otras aún más básicas o groseras pues de lo contrario la afectación de ciertos canales de la libertad de expresión sería aún más perjudicial para una sociedad cualquiera. Existen revistas importantes a nivel planetario que se dedican legítimamente a ello: por lamentables razones que Usted recordará se hizo universalmente conocida la publicación francesa Charlie Hebdo. Nosotros tenemos The Clinic y tuvimos Topaze. Lo anterior evidentemente sin importar si es hombre o mujer el personaje caricaturizado.  Insultaría el intelecto de cualquier feminista ahondar en ese punto.



3. Finalmente, creo que un aspecto contingente, pero no menor, tiene que ver con la idoneidad política del uso por parte de un político de una caricatura como esta. A mi juicio no tiene nada de malo si lo hace en su cuenta de Twitter. Distinto sería si lo hiciese en un ámbito oficial o con recursos públicos no autorizados. Pero no tiene nada de bueno tampoco: don Heraldo no nos demuestra que sea poco caballero ni misógino, que duda cabe, porque lo central de una caricatura corriente con rasgos exagerados, como cualquier otra, no es Cecilia Pérez, es la insinuación de que el actual gobierno culpa de todos los males de la nación al anterior; sin embargo, reacciones y críticas como las que sufre don Heraldo eran previsibles y evitables. Nuestra opinión pública ha sido recientemente despiadada con políticos que osaron tener cierta cercanía con camisetas de mal gusto. Si un político tiene tan mal ojo y tan poco cuidado como para proceder de la manera que lo hizo el Sr. Muñoz en los días que corren, podría ser también errático dirigiendo destinos a todo nivel.
¿Conocen otros ejemplos?